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Entusiasmo, soplo divino

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El entusiasmo no es una virtud con la que nacemos, ni una facultad que adquirimos y desarrollamos durante la vida; no se aprende a ser entusiasta en ninguna escuela, no existe una manera puntual de medir su intensidad, no es patrimonio de una raza, de un país, de un credo religioso o de una tendencia filosófica.

Los antiguos griegos, hace más de dos mil años, ya trataron de hurgar en las razones que permitían a una persona entusiasmarse por algo. Tenían la firme convicción de que cuando así sucedía, el ser humano era capaz de lograr lo que se le antojara. Fueron las autoridades religiosas de la época quienes dieron una explicación muy acorde con sus intereses: «Una persona entusiasmada encierra dentro de su pecho la fuerza y la sabiduría de un Dios».

Hay quienes afirman, ya utilizando términos más actuales, que el entusiasmo es una exaltación de nuestro estado de ánimo, provocada por una gran carga de energía positiva que llevamos dentro.

Los griegos de entonces no estaban identificados con cláusulas tan modernas. Por eso creo que su definición no se alejaba mucho de la verdad. No es un don, no tendremos a un Dios metido dentro, pero nada más parecido a una carga positiva de tal magnitud que un soplo divino. Los resultados que logramos los seres humanos cuando nos entusiasmamos, en ocasiones, parecen ser obra de la mano del Creador.

El gran industrial norteamericano Henry Ford atribuía sus éxitos a la carga de entusiasmo que imprimía a sus proyectos. Decía que era «la irrefrenable voluntad y energía que hace realidad vuestras ideas… y con la que puedes alcanzar hasta las estrellas».

Actuar en la vida, armados de este talante, es esencial a la hora de luchar por nuestros anhelos. Pero hay otro aspecto muy importante en todo esto: el entusiasmo es contagioso. Gracias a él, llega el momento en que no estamos solos en el camino hacia los sueños, nuestra individualidad trasciende.

La persona entusiasta tiene la gran ventaja de ser optimista por naturaleza. El optimismo no es más que la creencia invariable de que algo bueno va a ocurrir;  el entusiasmo es la fuerza positiva que necesita la acción transformadora para hacer cumplir las expectativas  del optimismo. No son lo mismo, pero se complementan uno al otro. Son dos armas que nunca debemos abandonar en el quehacer diario, mucho menos cuando de lograr el éxito se trata.

Sea cual fuere su verdadero origen, y aunque no seamos capaces de hacer una definición exacta de lo que verdaderamente es, o de cómo se siente, todos debemos enfrentar la vida con una buena dosis de entusiasmo. Y no solo «alcanzar las estrellas», como dijo Henry Ford, si no tratar de conquistarlas.

Haz que el entusiasmo dibuje tu vida, nunca lo dejes apagar.