La vida moderna marcha a todo ritmo y muchas veces tenemos la impresión de que los días tienen menos de veinticuatro horas y que las horas ya no cumplen los requisitos de los sesenta minutos. Aunque su melodía nos sigue arrullando, la frase de Armando Manzanero «la semana tiene más de siete días», parece ser hoy más irreal que nunca.
Vivimos ensimismados en el trabajo y en tantos quehaceres sociales y familiares, que la vida, al parecer, se nos quedará corta. Nos levantamos, disfrutamos un sorbito de café y, cuando venimos a ver, se nos fue el día. La jornada se esfuma en un santiamén.
En medio de ese ajetreo, en el que priorizamos deberes laborales y sociales, por cuanto somos seres destinados a trabajar y a luchar por nuestros propósitos en la vida, soslayamos reiteradamente verificar las necesidades y limitaciones que yacen dentro de nosotros mismos.
Es cierto que somos seres sociales y nos debemos a una comunidad, pero, ante todo, somos entes individuales con nuestro propio mundo interior, que también requiere atención. La mayor parte del tiempo pensamos en todo y en todos, menos en nosotros. ¡Eso no es bueno!
Justificados por la falta de tiempo no apelamos a los recursos con que disponemos para autoanalizarnos, para contemplar nuestro yo interior y autoconocernos mejor. Cuesta trabajo sostener un diálogo con uno mismo, reflexionar se pierde de la agenda diaria y para muchos es solo una obligación de los practicantes de yoga o de alguna variante espiritual asiática. ¡No debe ser así!
Publio Siro, el gran escritor latino, dijo que «el tiempo de la reflexión es una economía de tiempo». Cuando reflexionamos, ponemos en orden nuestros pensamientos, tenemos una idea más exacta de cómo enfrentar las obligaciones diarias, apelando a nuestras potencialidades.
Reflexionar nos prepara para enfrentar el ajetreo del mundo exterior. Es una manera relajada y tranquila de prever problemas y analizar cómo resolver los ya existentes. Nos evita que una realidad chocante, cuando es evitable, nos explote en pleno rostro.
Nuestro cerebro no solo tiene la obligación de ayudarnos a salir de una contrariedad cuando ya estamos inmersos en ella, eso es abusar de sus neuronas. Nos debe servir, en esencia, para evitar esa contrariedad, y la única manera de lograrlo es dándole tiempo reflexionando.
Es cierto que las horas y los días parecen volar, pero el momento para una reflexión seria y tranquila, hay que encontrarlo. No tiene que ser en un lugar con todas las condiciones creadas, como cuando nos preparamos para meditar, o sea, cuando queremos abstraernos de todo pensamiento y acercarnos a nuestra alma. Reflexionar no requiere tantos requisitos.
Antes de dormir podemos hacerlo: pasar revista a todo lo que sucedió durante el día y trazarnos una idea de cómo vamos a enfrentar lo que podrá suceder mañana. También podemos reflexionar cuando viajamos, durante un descanso, tomándonos un café o una cerveza, por qué no. Se puede buscar y encontrar el momento.
Para no solo vivir, sino para también disfrutar la vida, en medio de esta vertiginosa realidad, tenemos que ordenar ideas, evitar el caos interior, prever situaciones, sobre todo adversas. Todo eso puede ser fruto de la reflexión sosegada. ¡Si lo logramos, la vida, a pesar de su prisa, tendrá tiempo para sonreírnos!