Vivimos una etapa de desarrollo vertiginoso, inmersa en una espiral de adelantos científicos, técnicos y sociales, que nos obligan a cambiar gustos, pareceres y modos de actuar, también a velocidad acelerada. A veces, de un día para otro, por cuanto lo que es novedoso ahora mismo, ya mañana puede dejar de serlo.
Hoy, más que nunca, los seres humanos somos precisados al cambio, a aceptar su imperiosa necesidad, porque, precisamente, somos protagonistas esenciales de ese proceso de evolución. Sin embargo, a la vez que lo generamos, también sufrimos sus consecuencias.
Nos convertimos en adictos de los horarios, de las llamadas por celulares o de los mensajes de textos a cualquier hora del día; sufrimos el embate de la publicidad y la información inmediatas, existimos rodeados de señales y carteles que nos sugieren que debemos comer, beber, vestir, escuchar, comprar o vender. Hemos dejado de otorgar el tiempo que requieren muchas acciones naturales en la vida. Incluso los pollos muchas veces no se crían, si no que se producen.
¿Eso es malo? No soy quién para calificarlo. Cada cual que haga su valoración, pero estoy seguro de que debemos ser personas del presente para poder soñar con el futuro y -por supuesto- conquistarlo. Debemos aceptar el embate de la sociedad moderna porque todos somos “esa sociedad moderna”. No hacerlo sería negarnos a nosotros mismos.
Una de las secuelas más comunes de todo este ir y venir contemporáneo es el estrés. Hace de las suyas, sobre todo cuando no sabemos enfrentar la realidad y nos dejamos arrastrar por ella, cuando creemos que nos pasa por encima y a veces hasta nos aplasta. Muchos lo combaten con pastillas, con sesiones de terapia médica, escuchando música u oliendo incienso. Eso no es malo, todo lo contrario, pero la mejor manera de combatirlo es organizando nuestra vida, reflexionando a diario en torno a lo que debemos o no debemos hacer. O sea, preparándonos para enfrentar este maremágnum de acontecimientos en medio del cual nos desenvolvemos.
Desde hace años vengo escuchando una frase cuyo mensaje es aparentemente paradójico, pero muy concreto, digno de un ser humano inteligente. Unos se la atribuyen a Napoleón Bonaparte, otros al emperador Augusto. Pudieron pronunciarla los dos, cada uno a su manera, en su tiempo. Dice así: «Vísteme despacio que tengo prisa». Dicho mensaje lo resumo en dos palabras: ¡Ten calma! En los momentos más apremiantes, es indispensable la calma, la paciencia.
Ese es el secreto básico, y no tan oculto, para enfrentar esta etapa del desarrollo humano. La calma es una de las columnas que sostiene a la paciencia, esa cualidad de la que nadie debe prescindir.
Constantemente estamos sometidos a presiones laborales, sociales, familiares y de toda índole, que requieren mantener la calma y actuar con sosiego, porque es la única manera de coordinar adecuadamente, como un perfecto engranaje, la labor de la mente con nuestras acciones. Cuando estamos nerviosos y desesperados, no sistematizamos nuestro accionar o solo lo hacemos en parte, desperdiciamos esfuerzos, soslayamos talento y nos convertimos en un gustoso bocado del fracaso temporal. Eso, por supuesto, provoca más nerviosismo y desesperación, se convierte en un círculo vicioso.
Por supuesto, la calma no cae del cielo. Debemos trabajar para lograrla, repito, reflexionando, relajándonos, planificando lo que vamos a hacer; preparándonos más y mejor para la vida, en medio de este mundo vertiginoso, caracterizado por la genialidad y el talento de todos nosotros, los seres humanos.